Este artículo pertenece a una serie de notas elaboradas en el marco del Taller de escritura de Divulgación Científica 2023. Fue elaborada por Ignacio del Pino, estudiante de la Facultad de Ciencias.
Entrelazamiento cuántico, el Brahman y la muerte
Escribe: Ignacio Del PIno
EL NAUFRAGIO DEL SOSIEGO Y UNA PREGUNTA DESESPERANZADORA
Desde pequeño siempre fui curioso y hallé gran regocijo en aprender cosas nuevas. Por ello, a la hora de mirar la televisión en casa, nunca tuve problema en sostener la atención cuando se emitían largos documentales en Nat Geo o Discovery Channel. Los miraba con atención milimétrica y sin emitir un bostezo, siempre de principio a fin, con la felicidad asegurada de que, una vez emitidos los créditos, sabría algo nuevo.
Las pocas veces que no llegaba a la conclusión de los capítulos era por factores externos: acompañar a mamá a hacer los mandados, era hora de hacer la tarea o al otro día se madrugaba y había que cenar temprano. Pero hubo una vez que no logré concluir un documental por una razón que era completamente mía.
El episodio trataba de un hombre que naufragaba en medio del océano Pacífico y quedaba varado en su seno, con la sola compañía de un chaleco salvavidas y una distancia abismal entre su posición y la costa más cercana, sin halos de faro en la lejanía y encadenado a un hostil desierto oceánico.
No pude terminar de mirarlo. Ver a un humano en esa situación tan propensa a la desdicha me hacía perder toda la calma que en la mayoría de las ocasiones un documental sobre el rubro oceánico me brindaba. La verdad es que nunca supe (ni sabré) acerca de la suerte del náufrago. Quizás su destino fue llegar a tierra, pero algo dentro mío me decía que lo más probable es que hubiese sufrido una adversa fortuna tras perder la batalla por mantenerse a flote en la vorágine de algún valle de olas.
Naturalmente, me olvidé del episodio inconcluso pero varios años más tarde volvió a mí con una nueva sensación y una etimología muy distinta. Reparé en que lo que me pesaba de esta historia no era solo la desesperanza de un náufrago desnortado, más allá de lo desesperante que puede llegar a ser hallarse sin rumbo en un charco monstruoso de agua infinita y márgenes difusos. No, era un sentimiento de otra estirpe, mucho más cobarde que ese. Lo que disparaba este paroxismo de desasosiego era la analogía para nada pueril que irrumpió en mis pensamientos con tanta fuerza y significado que me hacía humano. El incontrolable
océano me significaba una alegoría de nuestra desestimable y burlesca pequeñez en el mundo y más aún, lo insignificante y anodino del lugar del ser humano en una tierra perdida en la inmensa vastedad del cosmos. Representaba la conciencia de nuestra frágil finitud y la visión del hombre como súbdito de una vida que pende constantemente de un hilo,sujeto a romperse ante la más moderada catástrofe. El náufrago era una personificación de la sumisión humana ante el yermo cósmico y el episodio en cuestión, además de ser el génesis de una fobia, fue la levadura que haría crecer esta aprensión hacia el término de nuestro desarrollo vital, pero que también expandiría las dimensiones de un alma consciente, que comenzaba a racionalizar que la vida es un concepto caduco y no estaríamos en este mundo para siempre.
Para alguien que cree en el concepto de Dios, en su interpretación más habitual a la que estamos acostumbrados en occidente que es la Judeo-Cristiana, la muerte puede ser una nueva etapa diferente de consciencia (interpretándose esta como otra forma de Ser), desligada de dolor y la tarea de cumplir con las tediosas obligaciones rutinarias, y que representa el culmen del sosiego espiritual.
La imagen que se ha dado de la muerte es el aparejado ingreso a un paraíso (aunque este no sea un lugar físico), de plena comunión con Dios y con toda la creación. Si bien esta implica una desaparición física, explica una transformación de la persona que mantiene siempre su identidad, donde se da el verdadero conocimiento de lo que realmente somos en un lugar cercano a Dios y que debe ser celebrada. Un claro ejemplo de este concepto, que según esta religión es esperanzador, es la carta que el teólogo Leonardo Boff compartió en su libro “Los Sacramentos de la Vida”, escrita por sus hermanos (nacidos todos, al igual que él, en el seno de una familia religiosa) donde notificaban de la defunción de su padre:
«[…] esta carta es, sin embargo, diversa de las demás y te trae una hermosa noticia, una noticia que, contemplada desde el ángulo de la fe es en verdad motivo de alborozo. Dios exigió de nosotros, hace pocos días, un tributo de amor, de fe y de embargado agradecimiento. Descendió al seno de nuestra familia, nos miró uno a uno, y escogió para sí al más perfecto, al más santo, al más duro, al mejor de todos, el más próximo a él, nuestro querido papá. Dios no lo llevó de entre nosotros, sino que lo dejó todavía más entre nosotros. Dios no llevó a papá sólo para sí, sino que lo dejó aún más para nosotros. No arrancó a papá de la alegría de
nuestras fiestas, sino que lo plantó más a fondo en la memoria de todos nosotros. No lo hurtó de nuestra presencia, sino que lo hizo más presente. No lo llevó, lo dejó. Papá no partió, sino que llegó. Papá no se fue, sino que vino para ser aún más padre, para hacerse presente ahora y siempre».
Desafortunadamente, para las personas que han escogido distar de un camino religioso y sus máximas, y no cuentan con la esperanza de un paraíso de esta índole, el futuro puede ser un poco desesperanzador ya que la muerte significa el final último del trecho consciente para una persona. La muerte es un concepto infame que produce exasperación y que hasta tiene asociado un nombre para describir el sentimiento de ansiedad y temor que genera: la tanatofobia.
La finitud de nuestra existencia produce un natural afloramiento de esas preguntas que todos hemos hecho alguna vez: ¿cuál es el sentido de mi vida si tiene un final? ¿Tiene siquiera un sentido intrínseco? ¿Acaso la vida acaba con una comitiva lúgubre y un posterior mecanismo de olvido por parte de seres queridos? ¿De verdad el fin de todo esto es entregarse al destino de acabar descarriados en un agujero sucio de barro pardo, adornado con cruces y dedicatorias con orín a causa de la intemperie y alguna que otra flor artificial fabricada en plástico y alambre?
Cualquiera de estas preguntas es válida y representa esta cualidad que nos distingue del resto de los animales: el raciocinio. En esta reflexión, intentaré dar otra visión, a mi gusto menos fatídica, de lo que significa la muerte y existir. Acudiré por un lado a la física, y por otra, a una filosofía religiosa que se conoce poco en occidente (pero que practica la mayoría de personas en la parte oriental del mundo) y que curiosamente tiene un paralelismo con la filosofía que se desprende de la física moderna.
HINDUISMO Y BRAHMAN
El hinduismo es un sistema religioso que tiene su origen en la India e implica un amplio cuerpo socio-religioso compuesto de un gran número de sistemas filosóficos que dan lugar a distintas ceremonias y rituales donde se veneran incontables dioses. En oriente, su práctica se considera una cosmogonía y una forma de vivir.
Así como el pilar literario de la espiritualidad cristiana es la Biblia, la fuente espiritual del hinduismo radica en una colección de escrituras antiguas hechas por sabios anónimos, llamadas los Vedas. Cada uno de estos se compone de varias partes que fueron recopiladas entre los siglos XV y V a.C. Las partes más antiguas son himnos y oraciones sagradas. Las que le siguen tratan de sacrificios rituales relacionados con los himnos védicos, y las últimas, llamadas los Upanishads, presentan un contenido altamente filosófico y práctico. Los Upanishads contienen la esencia del mensaje espiritual hinduista y han sido guía e inspiración de las mentes más grandes de la India durante los últimos veinticinco siglos.
Sin embargo, la mayoría de los pueblos que practican esta religión, han conocido sus enseñanzas, no de los extensos Vedas, sino de varios cuentos populares extraídos de epopeyas que contienen sus ideas.
Una de estas epopeyas, el Mahabharata, contiene el texto sagrado por excelencia de la India: el poema espiritual denominado el Bhagavad Gita, palabra que se ha hecho muy famosa por la reciente estrenada película Oppenheimer. El Gita, como normalmente se le conoce, es un diálogo entre el dios Krishna y el guerrero Arjuna, quien se encuentra desesperado al verse obligado a combatir contra sus propios parientes en la gran guerra familiar que constituye la historia principal del Mahabharata. Krishna, disfrazado como auriga de Arjuna, conduce su carro entre ambos bandos y en medio de la dramática escena de la contienda que se desarrolla, empieza a revelar a Arjuna las verdades más profundas del hinduismo. A medida que Krishna habla, el fondo realista de la guerra entre las dos familias comienza a desvanecerse y se ve claramente que la batalla de Arjuna es la batalla espiritual de la humanidad, la batalla del guerrero en busca de la liberación. La enseñanza y revelación espiritual que comunica el dios reside en la idea de que la multitud de objetos y seres y situaciones que suceden en el mundo no son más que manifestaciones de una misma “realidad última”. El concepto de esta realidad última se conoce como el Brahman y es el que le da al hinduismo su carácter monista, a pesar de que esta doctrina sea esencialmente politeísta.
Brahman somos tú, yo, estas palabras y todo lo que existió, existe y existirá, por ende, Brahman es vida y también es muerte. Es la esencia de todas las cosas, de dimensiones infinitas que trasciende todos los conceptos y calificativos, es inconcebible e inenarrable por
el intelecto finito del ser humano y, por ende, incapaz de ser descripto por nuestro acotado lenguaje.
La manifestación de Brahman en el alma humana se conoce como atman. La esencia de los Upanishads reside en que la realidad última y el atman, que puede considerarse una realidad personal de cada ser humano, son la misma cosa, como así se expresa en el Chandogya (uno de los principales Upanishad):
«Aquello que es la más fina esencia -el alma de todo este mundo-. Esa es la realidad. Eso es atman, eso eres tú».
Desde este punto de vista, la línea que dibuja la muerte entre lo que en el cotidiano se conoce vida y aquel lapso atemporal que le sucede, no es más que una concepción errónea de nuestra mente, que todo lo clasifica e intenta distinguir con el fin de asimilar. La esencia de los Upanishads arroja luz sobre un concepto tan umbroso como la muerte, proyectando la línea de la vida más allá de la muerte física. Según el hinduismo, morir es una forma de volver a ser parte del todo, un todo al que siempre pertenecimos y cuyo sentido de no pertenencia no es más que un divorcio intelectual de la realidad, un engaño. Como expresaba el gran escritor Hermann Hesse en su novela Siddhartha mientras este último, personaje hindú de pensamientos profundos y principal de la historia, reflexionaba junto al sabio barquero Vasudeva:
«Un día le preguntó:
- ¿También a ti te enseñó el río aquel secreto: que el tiempo no existe? Una clara sonrisa iluminó el rostro de Vasudeva.
-Sí, Siddhartha -repuso-. Te estarás refiriendo sin duda a lo siguiente: que el río está a la vez en todas partes, en su origen y en su desembocadura, en la cascada, alrededor de la barca, en los rápidos, en el mar, en la montaña, en todas partes simultáneamente, y que para él no existe más que el presente, sin la menor sombra de pasado o de futuro.
-Así es, -dijo Siddhartha -. Y cuando me lo enseñó, me puse a contemplar mi vida y advertí que ella también era un río y que nada real, sino tan sólo sombras, separan al Siddhartha niño del Siddhartha anciano. Las encarnaciones anteriores a Siddhartha tampoco eran un pasado,
como su muerte y su retorno a Brahma no serán ningún futuro. Nada ha sido ni será; todo es, todo tiene una esencia y un presente.
Siddhartha hablaba con gran entusiasmo; esta revelación lo había hecho muy feliz. Oh, ¿no era acaso el tiempo la sustancia de todo sufrimiento? ¿No era el tiempo la causa misma de todo temor y de toda tortura? ¿No se suprimiría acaso todo el mal, toda la hostilidad del mundo en cuanto el tiempo fuera superado, en cuanto se aboliera la idea del tiempo?».
Hesse sabía muy bien de lo que estaba hablando, influenciado por la filosofía hinduista, bien conocía que este engaño tiene nombre propio, es el maya y hace referencia precisamente a la ilusión de tomar por realidad las formas y cosas como entes separados, a considerar el mundo como si estuviese fragmentado en partes más pequeñas. Liberarse del encanto de maya y percibir que todo lo que entra por nuestros sentidos es parte de la misma realidad, que soy y somos Brahman, significa una liberación para el hinduismo, llamada moksha. Estado al que debemos acercarnos para entender la vida en un transcurso menos pesado y atado a una fecha límite impuesta por esta creación tan nuestra llamada tiempo.
Discutiblemente, las religiones han constituido guías de acción morales para la humanidad, el hallazgo de un propósito de vida, satisfacción, remanso y templanza en tiempos dificultosos. Un ejemplo de este último punto es aquel momento donde se pierde a un ser querido, como mencionamos previamente, la fe es aquello que nos aleja del duelo y nos permite festejar lo que en otras circunstancias ideológicas significaría dolor. Pero, ¿hay alguna base científica para darle valor a estas creencias de que en realidad la muerte es un imaginario pretencioso, como nos enseña el hinduismo?
A comienzos del siglo XX comenzaban a darse los primeros desarrollos teóricos y experimentos que conformarían la física cuántica y también la relatividad, principales ramas de estudio dentro de la física moderna. Estas teorías significaron un cambio de paradigma y con ello, una nueva filosofía e interpretación de la realidad que arrojaban las ecuaciones. Su formulación nos llevó a adoptar una visión mucho más holística y general sobre el cosmos, de manera similar, a como lo sugiere el hinduismo.
LA CUÁNTICA ESTÁ LOCA
La Mecánica Cuántica (MC) es una teoría capaz de explicar la naturaleza a escalas atómicas y subatómicas con una gran precisión. Esta rama de la física desafía nuestro sentido común y su surgimiento y posterior desarrollo fue posible gracias a la congregación de las mentes más brillantes del siglo XX.
La Mecánica Cuántica, es producto de un riguroso tratamiento matemático en cuyo marco se desprende una realidad difícil de asimilar con nuestra experiencia cotidiana. Por ejemplo, a diferencia de lo que sucede en la mecánica clásica, la descripción cuantitativa más detallada (llamémosla “estado” del sistema) no es suficiente para poder determinar categóricamente dónde se encuentra una partícula o qué velocidad lleva. Cabe aclarar aquí, que esta indeterminación no procede de a un desconocimiento o falta de precisión por parte del científico a la hora de realizar las medidas, sino que la naturaleza del mundo de las pequeñas escalas es intrínsecamente indefinida.
El movimiento de una partícula, en este contexto, puede ser explicado por una función matemática llamada función de onda que es una forma de representar el estado de un sistema cuántico. En el 1926, el físico alemán Max Born, junto con Niels Bohr y Werner Heisenberg interpretaron la función de onda como una onda de probabilidad (aquí el término “onda” aparece simplemente porque su forma es semejante a una ecuación de onda), lo que significa que lo único que se puede calcular a partir del estado de un sistema cuántico es la probabilidad de que una observación derive en uno u otro resultado. Esta interpretación, es la considerada tradicional u ortodoxa en la MC y recibe el nombre de interpretación de Copenhague. Esta nos lleva a uno de los aspectos más extraños de esta loca teoría: por ejemplo, un electrón (sistema cuántico que usaremos por defecto) no se encuentra en ninguna parte en especial, sino que se encuentra en todas las partes a la vez y en una superposición de todos los estados posibles. Realizar una medición, obliga al electrón a optar por una de las posibles posiciones y al conocerla con certeza, decimos entonces que la función de onda ha “colapsado” a un valor definido. Una comprobación de que este hecho es así, es el famoso experimento de la doble rendija.
ENTRELAZAMIENTO CUÁNTICO Y EINSTEIN EQUIVOCADO
Seguramente todos alguna vez, ya sea en casa o en la escuela, picamos pequeños trozos de papel y pasamos repetidamente una peinilla por el pelo para luego acercarla a los papelitos y ver qué pasaba. Cuando se acerca el peine, cargado negativamente, hace que se reorganicen los electrones del papel y que este se vea atraído. Esta fuerza de atracción es generada por la presencia de cargas eléctricas, que son las que poseen las partículas en el material (electrones). La carga eléctrica, al igual que la masa, decimos que es una propiedad intrínseca de las partículas elementales, pero existe otra.
Los electrones, junto con otras partículas, también poseen una propiedad física conocida como el “espín”, que puede pensarse como un momento angular o giro intrínseco que genera un campo magnético y hace que actúen como pequeños imanes. El primer experimento donde fue confirmada esta propiedad fue el famoso experimento de Otto Stern y Walther Gerlach realizado en 1922, aunque su interpretación no llegaría hasta 5 años más tarde.
Al igual que existen magnitudes que se conservan como lo pueden ser la energía, existe un principio que establece que el espín también debe conservarse. Podemos entonces hacer el experimento mental de pensar que una partícula con espín nulo se desintegra en dos partículas con espín no nulo que salen disparadas en direcciones opuestas. Por el principio de conservación recién mencionado, el spin total de las dos partículas emitidas deberá tener direcciones opuestas para que se cancelen y el neto de cero. Diremos en este punto, que las partículas están “entrelazadas cuánticamente”, ya que el estado de una, no es independiente del de la otra.
Siguiendo la línea de la interpretación de Copenhague, los espines no deberían estar definidos hasta que se realice una medición. Esperemos ahora a que las partículas estén muy lejos la una de la otra y midamos el espín de una de ellas. Esto significa que, instantáneamente, el valor del espín para la otra partícula queda automáticamente establecido (sino violaría el principio de conservación). Por otro lado, la transferencia inmediata de la información sobre el valor del espín que debe adquirir la partícula que no ha sido medida, transgrede las bases de la Teoría de la Relatividad al no respetar el límite de velocidad de transmisión de información por esta impuesta: el de la luz.
Aquí nos vemos en una encrucijada, que se puede resolver, aparentemente, de dos formas. O la interpretación de la MC propuesta está mal o no es correcta la Teoría de la Relatividad de Einstein. El experimento mental que acabamos de hacer fue la ingeniosa propuesta planteada en 1935 en un artículo cuyos autores eran Albert Einstein, defendiendo su teoría y estipulando que no existe tal “espeluznante acción a distancia”, junto con los físicos Boris Podolsky y Nathan Rosen. El experimento se bautizó “Paradoja EPR”, por las iniciales de los físicos que la idearon.
No fue hasta 1964, que el físico John Bell publicó un trabajo que permitía poner a prueba la paradoja. El experimento de Bell se hizo por primera vez en los 70’s por John Clauser y Stuart Freedman y demostró que la famosa “espeluznante acción a distancia” era una realidad, mostrando que EPR estaban equivocados y que Bohr tenía razón. A fin de cuentas, el estado queda determinado solo cuando se realiza la medición, hecho que fue comprobado numerosas veces después del experimento de Clauser y Freedman. En palabras del mismo Bell:
«Bohr era inconsistente, poco claro, porfiadamente oscuro, pero tenía razón. Einstein era consistente, claro, con los pies en la tierra, pero estaba equivocado.»
¿DOS PARTÍCULAS, O BRAHMAN?
Siendo precisos, el entrelazamiento cuántico no implica una acción a distancia. Lo que EPR estaban asumiendo, era que las partículas eran dos entes separados y aquí surge el error, lo estaban pensando mal. ¿Pero, no lo son? ¡Si se las envía muy lejos espacialmente una de la otra, incluso hasta podrían separarse años luz de distancia!
La respuesta: una vez que un par de objetos están entrelazados, ya no representan elementos disjuntos, sino que son en cierta medida, dos partes de una misma cosa. Como dijimos al principio, en MC, describimos los sistemas de partículas por funciones de onda, que se esparcen por todo el espacio. La sutileza está en que, cuando las entrelazamos, pasan a compartir la misma función de onda y, por ende, al menos matemáticamente hablando, pasan a describir el mismo objeto y por eso las partículas antes individuales son interdependientes. Cuando mido una partícula, cambio la función de onda y ya que esta es compartida con ambas partes del sistema, altero la otra también.
Pero, ¿cómo pueden 2 partículas combinar sus funciones de onda? En realidad, tiene que ver puramente con la matemática, antes de que las partículas interaccionen y se entrelacen, podemos separar las funciones de onda del sistema conjunto en el que describe a la partícula uno y la que describe a la partícula dos. Una vez que interaccionan, no podemos señalar la función de onda e identificar qué parte describe una y qué parte describe a la otra. Este hecho se llama la “no separabilidad” y consiste en la imposibilidad de factorizar productos de estados independientes para la función total, lo que hará que las distribuciones de probabilidad para los observables (propiedad del estado de un sistema que puede ser medida o deducida) de ambas partículas sean dependientes. Es como si las propiedades de las partes se hayan repartido entre las dos, y este es el motivo por el que no importa cuán lejos las partículas entrelazadas estén separadas, todavía están hiladas por su función de onda y se afectan mutuamente.
Estamos acostumbrados a que las propiedades de un objeto estén sobre o en el mismo objeto, localizadas ahí. Pero en un sistema entrelazado, las propiedades pueden ser no locales. Esta es un fenómeno muy raro de la MC que precisamente hace referencia a la “no localidad”, característica que establece que un sistema en un lugar no depende solo de lo que pasa en su entorno cercano, sino que existe una conexión instantánea entre diferentes regiones de espacio y partículas, independiente de la distancia.
No podemos pensar en los dos objetos como que si fuesen distintos y aquí reside el hecho de que no se viola la Relatividad de Einstein. La MC parece no tener sentido con nuestra concepción usual de espacio e incluso, algunos físicos piensan que el entrelazamiento cuántico es más fundamental que el espacio mismo, ya que este emerge del entrelazamiento
que conecta objetos en una vasta red de interacciones de dimensiones astronómicas. EL DIVORCIO DE LO SOMÁTICO
En este sentido, hemos de abandonar nuevamente, como lo plantea el hinduismo, la clasificatoria de cosas en partes más pequeñas, independientemente indistinguibles y fraccionadas, para alcanzar el moksha y dejar atrás el maya, el engaño de lo separable. La ciencia nos respalda. Si fuésemos capaces de percibir el mundo como una sola entidad, veríamos las partículas en extremos opuestos del universo como parte de un todo que se extiende alterando el espacio y el tiempo, como Brahman.
Cuando nos toque vivir la desdicha de perder a un ser querido o nos acompleje el juicio de nuestra propia partida, tenemos ahora otra forma de fe a la que acudir: la que ve al hombre como una parte integral del cosmos, infinito en espacio y también en tiempo. Que desdibuja la muerte y la lejanía de los que se han ido. Quizás la muerte significa volver a la única patria
que existe, al cosmos, que nos ha cedido sus átomos y energía para que podamos presenciar esta etapa breve de consciencia. A lo mejor nos convenga transitar esta vida como pasajeros agradecidos, que miran hacia las estrellas, y, por ende, hacia ellos mismos, ya que como decía Sagan: «somos polvo de estrellas». Miremos hacia el pasado, a esas partículas conectadas que crean el espacio y que nos impregnan de tiempo. ¿Y si la muerte no es el destino de un naufragio? Quizás el único náufrago sea el tiempo mismo. O como decía Siddhartha, nos convenga abolir este concepto y el concepto de los mapas de los abismos de la distancia. Y los conceptos mismos. A lo mejor somos los únicos artesanos creadores de tiempo, moldeadores de su forma y cadencia, o quizás solo exista “El instante”, que según Borges versa:
«El presente está solo. La memoria
erige el tiempo. Sucesión y engaño
es la rutina del reloj. El año
no es menos vano que la vana historia.
Entre el alba y la noche hay un abismo
de agonías, de luces, de cuidados;
el rostro que se mira en los gastados
espejos de la noche no es el mismo.
El hoy fugaz es tenue y es eterno;
otro Cielo no esperes, ni otro Infierno».